Una de las dimensiones más problemática del discurso de Benjamin es su relación con el pensamiento teológico. Relación que es referida de una manera "oscura" en la primera de Las tesis sobre el concepto de historia y es desarrollada a lo largo de todo el texto con el uso de imágenes, pero sobre todo, con conceptos de la teología y la mística judía.
Desde que las tesis fueron escritas la posición respecto a tal dimensión fue no solamente polémica sino incluso polarizante en su recepción e interpretación. Desde la lectura y valoración que hicieron de ella los dos amigos más cercanos de Benjamin, Bertolt Brecht y Gershom Scholem, uno marxista y el otro uno de los estudiosos de la tradición judía más importantes del siglo XX, el primero descalificándola absolutamente y el otro desconcertado por su mezcla con el elemento marxista, quienes reflejan esta polaridad, aparentemente, las más de las veces, irreconciliable.
La multiplicidad de autores serios que leen e interpretan a Benjamin asumen generalmente una posición radical a favor de la dimensión marxista, pero raras veces, una asimilación de ambas dimensiones, la revolucionaria marxista y el mesianismo teológico, con lo cual, escinden el pensamiento del autor y ejemplifican las razones y preocupaciones por las cuales Benjamin emprende una labor tan singular: combatir el reduccionismo racionalista y el dogmatismo positivista eurocéntricos en que generalmente desemboca el pensamiento revolucionario, y que Benjamin identifica tan claramente en la conformación de los conceptos de historia, tiempo y progreso, que permean y definen no solamente el pensamiento capitalista sino también el pensamiento pretendidamente crítico y revolucionario.
La dicotomía tan polarizante que referimos se presenta en las siguientes palabras en la primera de las tesis sobre el concepto de historia:
I
Según se cuenta, hubo un autómata construido de manera tal, que, a cada movimiento de un jugador de ajedrez, respondía con otro, que le aseguraba el triunfo en la partida. Un muñeco vestido de turco, con la boquilla del narguile en la boca, estaba sentado ante el tablero que descansaba sobre una amplia mesa. Un sistema de espejos producía la ilusión de que todos los lados de la mesa eran transparentes. En realidad, dentro de ella había un enano jorobado que era un maestro en ajedrez y que movía la mano del muñeco mediante cordeles. En la filosofía, uno puede imaginar un equivalente de ese mecanismo; está hecho para que venza siempre el muñeco que conocemos como “materialismo histórico”. Puede competir sin más con cualquiera, siempre que ponga a su servicio a la teología, la misma que hoy, como se sabe, además de ser pequeña y fea, no debe dejarse ver por nadie.[1]
En este fragmento como en cada una de las partes del texto, como el artista que era, Benjamin hace uso de motivos e imágenes literarias, como si para arribar a la crítica y al descubrimiento del concepto, labor propiamente filosófica, hiciera un rodeo estético, una danza, un baile literario con una lámpara en la mano con el cual va delineando en la oscuridad lo que él quiere que veamos de una manera nueva, no solamente entendiendo, sino sobre todo sintiendo. Así en esta primera tesis Benjamin utiliza la imagen de una máquina que realmente existió, un espectáculo de feria, una máquina embustera creada por Wolfgang von Kempelen en 1769, que jugando con la credulidad y el engaño hace cosas fantásticas, en este caso se trata de un muñeco, un supuesto autómata, la máquina de un jugador de ajedrez exóticamente vestido de un truco que fuma un nargil, con ese orientalismo del romanticismo alemán que Benjamin conocía tan bien, y vencía a cualquier oponente humano. Nos explica Benjamin, entonces, que ese autómota, ese artificio creado por el hombre es el materialismo histórico que si ha de “ganar” a todos sus oponentes lo hará por su capacidad para retomar algo olvidado, escondido, pero presente, el pensamiento teológico. Ya que, sólo poniendo a su servicio el pensamiento teológico, que paradójicamente está en la base de todo el pensamiento político moderno, con sus mejores conceptos, estructuras y artificios para la emancipación, podrá vencer a todos sus oponentes, puesto que Benjamin reconoció por una parte el patrimonio intelectual del pensamiento teológico, principalmente de la tradición judía, que durante 3000 años de pensamiento fue capaz de desarrollar además de pensamiento sometedor y enajenante, también un pensamiento emancipatorio y liberador que a lo largo de las tesis, junto con el pensamiento marxista, busca confrontar contra el pensamiento y la realidad capitalista; y por otra parte, reconoce la pobreza en la que ha desembocado la racionalidad occidental con el dogmatismo positivista y la racionalidad instrumental, que sólo concibe y permite un pensamiento útil para la producción en los términos de la explotación y el sometimiento.
Entonces la reivindicación de la teología tiene un sentido más profundo en Benjamin que solamente la reivindicación de un creyente, tiene la finalidad de hacer pensar más allá de los límites que ha impuesto la racionalidad capitalista moderna con el positivismo y su filosofía concomitante (analítica, reaccionaria, nihilista o postmoderna) que exaltan el mundo actual y hacen pensar que no hay otro posible, cuando, terriblemente, el mundo del presente es un mundo de devastación, deshumanización, bestialidad y muerte, un mundo destinado a la destrucción, el mundo del mal o de las fuerzas diabólicas, diría Deleuze, y Benjamin en las tesis, el mundo del Anticristo. Mientras que la labor de un pensamiento auténticamente revolucionario es hacer pensar lo impensable o impensado, que en el pensamiento occidental actual es todo aquello que tenga que ver con la libertad, los valores, la dignidad, la alegría, la justicia, la dicha y que por no ser “objetivos” tampoco legalmente pensables. Benjamin hace uso de la teología judía para franquear los límites de la racionalidad occidental y, así, pensar lo indebido; pero también, para hacer posible, otra vez, pensar lo necesario: la posibilidad de la transformación del mundo actual en un mundo de dicha y bienestar para todos, un mundo que vendrá a hacer justicia a los vencidos y a hacer posible la dicha de las generaciones venideras, con y por la débil fuerza mesiánica que le ha sido concedida a cada generación.
[1] Tomamos la edición y traducción de Las tesis sobre la historia de Bolívar Echeverría, gran filósofo latinoamericano que estudió en la década de los 60s en Berlín y participó en el movimiento estudiantil del 68 berlinés, quien fue uno de los primeros en traer y difundir en México y América Latina seriamente, antes de todas las modas, el pensamiento de Walter Benjamin. Así mismo, desarrolló un pensamiento propio con elementos que además de partir del pensamiento de Benjamin recuperan las corrientes de pensamiento más sofisticadas del pensamiento filosófico contemporáneo desde la filosofía, la semiótica, la teoría crítica, la economía política y la estética que junto al planteamiento de los problemas de la modernidad, concibe una modernidad alternativa a la capitalista en la más dura y rigurosa tradición de pensamiento crítico, principalmente en su teoría de Los cuatros ethes. A decir de Stefan Gandler, Bolívar junto con Sánchez Vázquez, constituyen la auténtica continuidad de la teoría crítica marxista que abandonó Frankfurt desde hace varias décadas para quedarse sólo con el membrete y con tal crédito.
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